Mi juventud, como muchas otras, estuvo expuesta a la aventura, a dejarme llevar por el destino sin precisar a donde quería llegar. No quería seguir pautas o comportamientos ortodoxos y estaba dispuesto a pagar el precio de los sobresaltos y vaivenes sin inmutarme siquiera.

Los padres, sienten la responsabilidad de diseñar las vidas de sus hijos con esmero, claro, en congruencia con su propia educación y una percepción de lo socialmente correcto. Siempre agradeceré a los míos nunca lo hayan intentado pues habrían robado una esencia incierta.

Debemos reconocer, la planeación de una vida, hasta ahora, ofrece certidumbre y tranquilidad –en especial a los padres- quienes ven cumplir sus expectativas, y las de sus hijos, en diferentes rangos de permisividad y con distintos resultados.

Si pretendemos ser objetivos, la vida se debe concebir como una gran peripecia toda vez que nada está seguro y periódicamente –lo sabemos- el mundo sale de su letargo para enfrentar calamidades que modifican sustancialmente  su entorno y su futuro.

Reconozco, que a pesar de ser adaptable, la aparición del Covid-19 ha desarrollado en mí una vacilación que jamás había vivido, pero que enfrento con las dudas que nos dan las propias certezas.

Soy adulto mayor, con un infarto de por medio. Mi reciente debut como abuelo me obliga a vivir un poco más de lo previsto surgiendo en mis conductas una contradicción tardía.

He sobrevivido, me platicaron, a múltiples virus con agresividad diversa. Siempre tuve de aliado a un excelente sistema inmunitario que se batió con la fidelidad y pulcritud que todos esperamos, sin embargo, también me lo recuerdan, la edad, más concretamente, la vejez, lo fue debilitando.

Por lo anterior, podrán notar, formo parte del grupo de riesgo que el Dr. López-Gatell se encarga de recordarnos, sin pudor, todas las noches.

 

 

El virus en cuestión, quiere contribuir a cambiar la esperanza de vida al nacer. Es selectivo, discriminatorio y sexista: Elige a los “rivales más débiles”, mayores de sesenta años y preferentemente hombres sabiendo que las mujeres son más fuertes.

A falta de una vacuna específica, “nuestro virus” invade sin miramientos a todas las personas expuestas. En muchos casos, la mayoría, se retira “sin pena ni gloria” obligándose a certificar con inmunidad a los portadores temporales. En otros, envilecido por sus fracasos anteriores, se ensaña, agravándolos y buscando con obsesión su muerte.

Nos dice López-Gatell, nuestro doctor de cabecera, que sólo el 22% de los municipios mexicanos tienen uno o más infectados y que el restante 78% podrían reiniciar “sus vidas” y actividades a partir del 18 de mayo si todo siguiera igual. Sabemos también que su letalidad y mortandad porcentual es hasta ridícula, claro, si no formamos parte de esos números. Pero también sabemos, ese virus llegó para quedarse, y sin vacunas será para muchos “la espada de Damocles”.

Luego entonces, ante la incertidumbre, los “viejitos” tenemos una clara disyuntiva; apelamos a nuestro antiguo y deteriorado sistema inmunitario y enfrentamos al enemigo con los riesgos inherentes, o de plano invertimos una parte del último tramo de nuestra vida en una vulgar cuarentena.